Ahí estás, en tu lugar de trabajo. Escribiendo. Una. Dos. Tres palabras. Todo bien. Te congratulas por estar cumpliendo con tu labor. Te complace la textura de la hoja que recorre tu lápiz. El color del grafito. Recuerdas lo complicado que era este proceso, cuando comenzaste. Te daba temor. En cambio ahora: fluyes. Ya no te sudan las manos. Ni sientes dolor de estómago. Piensas en eso. Te remontas a aquellos días. Y luego vuelves a mirar con atención: hay algo. Ruido. Bruma. Otra vez las palabras parecen insectos, que se devoran unos a otros. Y que te miran. No eres capaz de dominarlos. Uno de ellos está a punto de morderte… Entonces (no hay de otra) te apresuras a borrar. Arrastras la goma con torpeza. Arriba. Abajo. Lleno de frustración. Hasta que vuelves a toparte con la hoja en blanco. Qué horror. Prefieres huir. Así que sales al patio. Corres. Buscas tus juguetes favoritos. Inventas una historia. Y luego llega tu madre. Te pregunta cómo te fue con la tarea. Bien, le respondes. De inmediato te sientes mal por haber mentido. Ella te contempla. Con la misma expresión de siempre. Te deja solo.

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